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Hermanos y compatriotas:
La cercanía al Bicentenario de la independencia colonial es una ocurrencia sumamente notable para que deje de llamar nuestra atención. El descubrimiento de una parte tan grande de la tierra, nuestra tierra, es y será siempre para el género humano el acontecimiento más memorable de sus anales. Mas para nosotros, que somos sus habitantes, es un objeto de la más grande importancia. El Nuevo Mundo es nuestra patria, y su historia es la nuestra, y en ella es que debemos examinar nuestra situación presente, para determinarnos, por ella, a tomar el partido necesario a la conservación de nuestros derechos propios y de nuestros sucesores. 


Aunque nuestra historia de cinco siglos acá sea tan uniforme y tan notoria que se podría reducir a estas cuatro palabras: ingratitud, injusticia, servidumbre y desolación, conviene, sin embargo, que la consideremos aquí con un poco de lentitud. 

Si nuestra condición actual fuese irremediable, sería un acto de compasión el ocultarla a nuestros ojos; pero teniendo en nuestro poder su remedio, descubramos este horroroso cuadro para considerarle a la luz de la verdad. Esta nos enseña que toda ley que se opone al bien universal de aquellos para quienes está hecha, es un acto de tiranía, y que el exigir su observancia es forzar a la esclavitud; que una ley que se dirigiese a destruir directamente las bases de la prosperidad de un pueblo sería una monstruosidad superior; es evidente también que un pueblo a quien se despojase de la libertad personal y de sus bienes, cuando todas las otras naciones ponen su más grande interés en extenderla, se hallaría en un estado de esclavitud mayor que el que puede imponer un enemigo en la embriaguez de la victoria. 


Desde que los hombres comenzaron a unirse en sociedad para su más grande bien, nosotros somos los únicos a quienes el gobierno obliga a comprar lo que necesitamos a los precios más altos, y a vender nuestras producciones a los precios más bajos. Para que esta violencia tuviese el suceso más completo nos han cerrado, como en una ciudad sitiada, todos los caminos por donde otras naciones pudieran proveernos a precios justos las cosas que nos son necesarias. Los impuestos del gobierno, las gratificaciones al ministerio, la avaricia de los mercaderes, autorizados a ejercer el más desenfrenado monopolio, caminando todas en la misma línea: el comprador no tiene elección. Y como para suplir nuestras necesidades esta tiranía mercantil podría forzarnos a usar de nuestra industria, el gobierno se encargó de encadenarla. 


Por honor de la humanidad y de nuestra nación, más vale pasar en silencio los horrores y las violencias del otro comercio exclusivo que se arrogan los grandes burgueses instrumentos en nuestra tierra de las potencias, para la desolación, y ruina particular de los desgraciados indios y mestizos. ¿Qué maravilla es pues, si con tanto oro y plata, de que hemos casi saciado al universo, poseamos apenas con qué cubrir nuestra desnudez? ¿De qué sirven tantas tierras tan fértiles, si además de la falta de instrumentos necesarios para labrarlas, es por otra parte inútil el hacerlo más allá de nuestra propia consumación? Tantos bienes, como la naturaleza nos prodiga, son enteramente perdidos; ellos acusan la tiranía que nos impide el aprovecharlos. 
La ingeniosa política, que bajo el pretexto de nuestro propio bien, nos ha despojado de la libertad, y de los bienes debía entender, por lo menos, que era preciso dejamos alguna sombra de honor y algunos medios de restablecernos para preparar nuevos recursos. Tal como el hombre concede el reposo y la comida a los animales que le sirven. 


Implacables para con unas gentes que no conocen y que miran como extranjeras, procuran solamente satisfacer su codicia con la perfecta seguridad de que su conducta inicua será impune.  Pero la miseria en que la misma potencia a la que sirven ha caído, prueba que aquellos hombres no han conocido jamás los verdaderos intereses de la nación, y que han procurado solamente cubrir con este pretexto sus procedimientos vergonzosos; y el suceso ha demostrado que nunca la injusticia produce frutos sólidos. A fin de que nada faltase a nuestra ruina y a nuestra ignominiosa servidumbre, la indigencia, la avaricia y la ambición han suministrado siempre un enjambre de aventureros, que se pasean por nuestra tierra resueltos a desquitarse con nuestra sustancia lo que han pagado para obtener sus empleos. La manera de indemnizarse de su lejanía de la vida imperial que anhelan, es haciéndonos todos los males posibles. Renovando todos los días aquellas escenas de horrores que hicieron desaparecer pueblos enteros, cuyo único delito fue su flaqueza. 


Así es que, después de satisfacer al robo, adornado con el nombre de "comercio", a las exacciones del gobierno en pago de sus insignes beneficios, y a los ricos salarios de la multitud innumerable de extranjeros que se hartan fastuosamente de nuestros bienes, lo que nos queda es el objeto continuo de las asechanzas de tantos orgullosos tiranos, cuya rapacidad no conoce otro término que el que quieren imponerle su insolvencia y la certidumbre de la impunidad. Así, mientras que en la corte, en los ejércitos, en los tribunales de la monarquía, se derraman las riquezas y los honores a extranjeros de todas las naciones, nosotros sólo somos declarados indignos de ellos e incapaces de ocupar aún en nuestra propia patria unos empleos que en rigor nos pertenecen exclusivamente. Así la gloria, que costó tantas penas a nuestros padres, es para nosotros una herencia de ignominia y con nuestros tesoros inmensos no hemos comprado sino miseria y esclavitud. 


Si recorremos nuestra desventurada patria de un cabo al otro, hallaremos donde quiera la misma desolación, una avaricia tan desmesurada como insaciable; donde quiera el mismo tráfico abominable de injusticia y de inhumanidad, de parte de las sanguijuelas empleadas por el gobierno para nuestra opresión. Consultemos nuestros anales de cinco siglos y allí veremos la ingratitud y la injusticia de los de arriba.  Como algunas simples particularidades podrían hacer dudar de este espíritu persecutor, leed solamente lo que el verídico Inca Garcilaso de la Vega escribe en el segundo tomo de sus Comentarios'), Libro VII, cap. 17. 
Cuando el virrey don Toledo, aquel hipócrita feroz, determinó hacer perecer al único heredero directo del Imperio del Perú, para asegurar a la España la posesión de aquel desgraciado país, en el proceso que se instauró contra el joven e inocente Inca, entre los falsos crímenes con que este príncipe fue cargado, "se acusa -dice Garcilaso- a los que han nacido en el país de madres indias y padres españoles conquistadores de aquel imperio; se alegaba de que habían secretamente convenido con Túpac Amaru, y los otros Incas, de excitar una rebelión en el reino, para favorecer el descontento de los que eran nacidos de la sangre real de los Incas, o cuyas madres eran hijas, sobrinas, o primas hermanas de la familia de los Incas, y los padres españoles y de los primeros conquistadores que habían adquirido tanta reputación; que estos estaban tan poco atendidos, que ni el derecho natural de las madres, ni los grandes servicios y méritos de los padres, les procuraban la menor ventaja, sino que todo era distribuido entre parientes y amigos de los gobernadores, quedando aquellos expuestos a morir de hambre, si no querían vivir de limosna, o hacerse salteadores de caminos, y acabar en una horca. Con estas acusaciones contra los hijos de españoles, nacidos de indias, fueron cogidos, y todos los capaces de llevar armas fueron aprisionados. Algunos de ellos fueron puestos al tormento para forzarlos a confesar aquello de que no había ni indicios. En medio de estos furores tiránicos, una india, cuyo hijo estaba condenado, vino a la prisión y, elevando su voz, dijo: Hijo mío, pues que se te ha condenado a la tortura, súfrela valerosamente como hombre de honor, no acuses a ninguno falsamente, y Dios te dará fuerzas para sufrirla; él te recompensará de los peligros y penas que tu padre y sus compañeros han sufrido para hacer este país cristiano, y hacer entrar a sus habitantes en el seno de la Iglesia ... Esta exhortación magnánima, proferida con toda la vehemencia de que aquella madre era capaz, hizo la más grande impresión sobre el espíritu del Virrey, y le apartó de su designio de asesinar aquellos desdichados. Sin embargo, no fueron absueltos, sino que se les condenó a una muerte más lenta, desterrándolos a diversas partes del Nuevo Mundo.  
Tales eran los primeros frutos que la posteridad de los descubridores del Nuevo Mundo recibía de la gratitud española, cuando la memoria de los méritos de sus padres estaba aún reciente. Toledo, aquel monstruo sanguinario, parecía ser el único autor de todas las injusticias, pero desengañémonos acerca de los sentimientos de la Corte, si creemos que ella no participaba de aquellos excesos; ella se ha deleitado en nuestros días en renovarlos en toda la patria, arrancándole un número mucho mayor de sus hijos, sin procurar disfrazar siquiera su inhumanidad: estos han sido deportados hasta en Italia. 


No obstante, es evidente que, a pesar de los esfuerzos multiplicados de una falsa e inicua política contra nuestros establecimientos, estos han adquirido tal consistencia que Montesquieu, aquel genio sublime ha dicho: "Las Indias y la España son potencias bajo un mismo dueño; pero las Indias son el principal y la España el accesorio. En vano la política procura atraer el principal al accesorio; las Indias atraen continuamente la España a ellas". Esto quiere decir en otros términos, que las razones para tiranizamos aumentan cada día. Semejante a un tutor malévolo que se ha acostumbrado a vivir en la opulencia a expensas de su pupilo, el imperio con el más grande terror ve llegar el momento que la naturaleza, la razón y la justicia han prescrito para emancipamos de una tutela tan tiránica. 
El vacío y la confusión que producirá la caída de esta administración, pródiga de nuestros bienes, no es el único motivo que anima a la corte imperial a agravar nuestras cadenas. El despotismo que ella ejerce con nuestros tesoros podría recibir con nuestra real independencia un golpe mortal, y la ambición debe prevenirlo con los mayores esfuerzos. 
La Corte de España ha conseguido persuadir al pueblo que es un delito razonar sobre los asuntos que importen más a cada individuo y, por consiguiente, que es una obligación continua extinguir la preciosa antorcha que nos dio el Creador para alumbrarnos y conducirnos. Pero -a pesar de los progresos de una doctrina tan funesta, toda la historia mundial testifica constantemente contra su verdad y contra su legitimidad. 


En el preámbulo de una antigua ley, los aragoneses decían, según Jerónimo Blanco en sus Comentarios, que "la esterilidad de su país y la pobreza de sus habitantes son tales, que si la libertad no los distinguía de las otras naciones, el pueblo abandonaría su patria e iría a establecerse en una región más fértil". Y a fin de que el rey no olvide jamás el manantial de donde le viene la soberanía, en la ceremonia solemne de la coronación, le dirigían las palabras siguientes: "Nos que valernos cuanto vos, os hacernos nuestro rey y señor. con tal que guardéis nuestros fueros y libertades. y si no, nó".  Era pues un artículo fundamental de la Constitución de Aragón que si el rey violaba los derechos y privilegios del pueblo, el pueblo podía legítimamente removerlo, y en su lugar nombrar otro, aunque fuese de la religión pagana, según el mismo Jerónimo Blanco. 
A este noble espíritu de libertad es que nuestros antepasados debieron la energía que les hizo acabar tan grandes empresas, y que en medio de tantas guerras onerosas hizo florecer la nación y la colmó de prosperidades. 


La conservación de los derechos naturales y, sobre todo, de la libertad y seguridad de los habitantes, es incontestablemente la piedra fundamental de toda sociedad humana, de cualquier manera que esté combinada. Es pues una obligación indispensable de toda sociedad no solamente respetar sino aun proteger eficazmente los derechos de cada compatriota. 
Aplicando estos principios al asunto actual, es manifiesto que miles de compatriotas selváticos que hasta entonces la opinión pública no tenia razón para sospechar de ningún delito, han sido despojados por el gobierno de todos sus derechos, sin ninguna denuncia de justicia y del modo más arbitrario. El gobierno ha violado solemnemente la seguridad pública, y hasta que no haya dado cuenta a toda la nación de los motivos que le hicieron obrar tan despóticamente, no hay compatriota que en lugar de la protección que le es debida no tenga que temer opresión semejante, tanto cuanto su flaqueza individual le expone más fácilmente que a un cuerpo numeroso que en muchos respetos interesaba la nación entera. Un temor tan serio, y tan bien fundado, excluye naturalmente toda idea de seguridad. El gobierno culpable de haberla destruido en toda la nación, ha convertido en instrumentos de opresión y de ruina los medios que se le han confiado para proteger y conservar los individuos. 


Si el gobierno se cree obligado a hacer renacer la seguridad pública y confianza de la nación en la rectitud de su administración, debe manifestar, en la forma jurídica más clara, la justicia de su cruel procedimiento respecto de esos miles de individuos mencionados. Y en el intervalo está obligado a confesar el crimen que ha cometido contra la nación, violando un deber indispensable y ejerciendo una implacable tiranía. 
Mas si el gobierno se cree superior a estos deberes para con la nación, ¿qué diferencia hace pues entre ella y una manada de animales, que un simple capricho del propietario puede despojar, enajenar y sacrificarla? El cobarde y tímido silencio acerca de este horrible atentado justifica los calculos de la dictadura que se atrevió a una empresa tan difícil como injusta. Y si sucede en las enfermedades políticas de un Estado como en las enfermedades humanas, que nunca son más peligrosas que cuando el paciente se muestra insensible al exceso del mal que le consume, ciertamente la nación peruana en su situación actual tiene motivos para consolarse de sus penas. Cuando las causas conocidas de un mal cualquiera se empeoran sin cesar, sería una locura esperar de ellas el bien.  


La tiranía está muy lejos de renunciar a sus proyectos de engullir el resto miserable de nuestros bienes; mas, desconcertado con la resistencia inesperada, que encontró en Bagua, ha variado de método para llegar al mismo fin. Adoptando, cuando menos se esperaba, un sistema contrario al que su desconfiada política había invariablemente observado, ha resuelto ceder ciertas funciones en quienes surgieron del pueblo y dicen representarlo; sin jamás llamar a las cosas por su nombre, dicen ahora estar dispuestos a la "inclusión". Mas, gracias al cielo, la depravación de los principios de humanidad y de moral no ha llegado al colmo entre nosotros. Nunca seremos los bárbaros instrumentos de la tiranía, y antes de mancharnos con la menor gota de demagogia ni con la sangre de nuestros propios hermanos, derramaremos toda la nuestra por la defensa de nuestros derechos y nuestros intereses comunes. 
Una marina poderosa, que ellos denominan "IV flota", pronta a traernos todos los horrores de la destrucción, es el otro medio que nuestra resistencia pasada ha sugerido a la tiranía. Este apoyo es necesario al gobierno para la conservación de la Indias. 


No escuchando sino las ideas de justicia, que se deben suponer a todo gobierno, se podría creer que los fondos que debemos suministrar para el pago de los enormes gastos de la marina, son destinados a proteger nuestro comercio y multiplicar nuestras riquezas, de suerte que nuestros puertos van a ser abiertos a todas las naciones, y que nosotros mismos podremos visitar las regiones más cercanas como Venezuela, o más lejanas como Irán, para vender y comprar allí de primera mano. Entonces nuestros tesoros no saldrán más, como torrentes, para nunca volver, sino que, circulando entre nosotros se aumentarán incesantemente con la industria. 
Tanto más podríamos entregamos a estas bellas esperanzas, cuanto son más conformes al sistema de unión e igualdad.  ¿Qué diría el imperio y sus títeres si insistiésemos seriamente en la ejecución de este bello sistema? ¿Y para qué insultamos tan cruelmente hablando de unión y de igualdad? Sí, igualdad y unión, como la de los animales de la fábula; el imperio se ha reservado la parte del león. ¿Luego no es sino después de cinco siglos que la posesión del Nuevo Mundo, nuestra patria, nos es debida, y que oímos hablar de la esperanza de ser iguales a los españoles, a los estadounidenses? ¿ Y cómo y por qué título habríamos decaído de aquella igualdad? ¡Ah! nuestra ciega y cobarde sumisión a todos los ultrajes del gobierno, es la que nos ha merecido una idea tan despreciable y tan insultante. Queridos hermanos y compatriotas, si no hay entre vosotros quien no conozca y sienta sus agravios más vivamente que yo podría explicarlo, el ardor que se manifiesta en vuestras almas, los grandes ejemplos de vuestros antepasados, y vuestro valeroso denuedo, os prescriben la única resolución que conviene al honor que habéis heredado y que tanto estimáis. El mismo imperio os ha indicado ya esta resolución, considerándoos siempre como un pueblo distinto de los europeos, y esta distinción os impone la más ignominiosa esclavitud. Consintamos por nuestra parte a ser un pueblo diferente; renunciemos al ridículo sistema de unión y de igualdad con nuestros amos; renunciemos a un gobierno que, lejos de cumplir con su indispensable obligación de proteger la libertad y seguridad de nuestras personas y propiedades, ha puesto el más grande empeño en destruirlas, y que en lugar de esforzarse a hacernos dichosos, acumula sobre nosotros toda especie de calamidades. Pues que los derechos y obligaciones del gobierno y de los súbditos son recíprocas, el imperio ha quebrantado la primera, todos sus deberes para con nosotros: ha roto los débiles lazos que habrían podido unimos y estrecharnos. 


En fin, bajo cualquier aspecto que sea mirada nuestra dependencia, se verá que todos nuestros deberes nos obligan a terminarla. Debemos hacerlo por gratitud a nuestros mayores, que no prodigaron su sangre y sus sudores para que el escenario de sus trabajos se convirtiese en el de nuestra miserable esclavitud. Debémoslo a nosotros mismos por la obligación indispensable de conservar los derechos naturales, derechos preciosos que no somos dueños de enajenar, y que no pueden sernos quitados sin injusticia, bajo cualquier pretexto que sea; ¿el hombre puede renunciar a su razón o puede ésta serle arrancada por fuerza? La libertad personal no le pertenece menos esencialmente que la razón. El libre uso de estos mismos derechos es la herencia inestimable que debemos dejar a nuestra posteridad. 
Sería una blasfemia el imaginar que el creador haya permitido el descubrimiento del Nuevo Mundo para que un corto número de pícaros imbéciles fuesen siempre dueños de desolarlo, y de tener el placer atroz de despojar a millones de hombres, que no les han dado el menor motivo de queja, de los derechos esenciales recibidos de su mano divina; el imaginar que su sabiduría eterna quisiera privar, al resto del género humano, de las inmensas ventajas que en el orden natural debía procurarles un evento tan grande, y condenarle a desear que el Nuevo Mundo hubiese quedado, desconocido para siempre. Esta blasfemia está sin embargo puesta en práctica por el derecho que las potencias se arrogan sobre las naciones; y la malicia humana ha pervertido el orden natural de las misericordias del Señor, sin hablar de la justicia debida a nuestro intereses particulares para la defensa de la patria. Nosotros estamos obligados a llenar, con todas nuestra fuerzas, las esperanzas de que hasta aquí el género humano ha estado privado. Descubramos otra vez de nuevo la América para todos nuestros hermanos, los habitantes de este globo, de donde la ingratitud, la injusticia y la avaricia más insensata nos han desterrado. La recompensa no será menor para nosotros que para ellos. 


El valor con que las colonias inglesas de Norteamérica han combatido por la libertad, de que ahora gozan gloriosamente, cubre de vergüenza nuestra indolencia. Nosotros les hemos cedido la palma, con que han coronado al Nuevo Mundo de una soberanía independiente. 
No hay ya pretexto para excusar nuestro conformismo si sufrimos más largo tiempo las vejaciones; que nos destruyan: se dirá con razón que nuestra cobardía las merece.  Nuestros descendientes nos llenarán de imprecaciones amargas cuando mordiendo el freno de la esclavitud que habrán heredado, se acordaren del momento en que para ser libres no era menester sino el quererlo. 
Este momento ha llegado, aconsejémosle con todos los sentimientos de una preciosa gratitud, y por pocos esfuerzos que hagamos, la sabia libertad acompañada de todas las virtudes y seguida de la prosperidad, comenzará su reino en el Nuevo Mundo y la tiranía será definitivamente exterminada. 


Este glorioso triunfo será completo y costara poco a la humanidad. La flaqueza del único enemigo que se opone a ella no le permitirá emplear la fuerza abierta sin acelerar su ruina total. Su principal apoyo está en las riquezas que nosotros le damos.  Que éstas le sean negadas, que ellas sirvan a nuestra defensa y entonces su rabia será impotente. Nuestra causa, por otra parte, es tan justa, tan favorable al género humano, que no es posible hallar entre las otras naciones ninguna que se cargue de la infamia de combatirnos o que, renunciando a sus intereses personales, ose contradecir los deseos generales en favor de nuestra libertad.


¡Plugiese a Dios que este día, el más dichoso que habrá amanecido jamás, no digo para la América, sino para el mundo entero; plugiese a Dios que llegue sin dilación! ¡Cuando a los horrores de la opresión y de la crueldad suceda el reino de la armonía, de la justicia, de la humanidad; cuando el temor, las angustias y los gemidos de millones de hombres hagan lugar a la confianza mutua, a la más franca satisfacción cuyo nombre no se emplee más en disfrazar el robo, el fraude y la ferocidad; cuando sean echados por tierra los odiosos obstáculos que el egoísmo más insensato opone al bienestar de todo el género humano, sacrificando sus verdaderos intereses al placer bárbaro de impedir el bien ajeno, ¡qué agradable y sensible espectáculo presentarán las costas de la América, cubiertas de hombres de todas las naciones, cambiando las producciones de sus países por las nuestras! ¡Cuántos, huyendo de la opresión o de la miseria, vendrán a enriquecernos con su industria, con sus conocimientos, y a reparar nuestra población debilitada! De esta manera la América reunirá las extremidades de la tierra, y sus habitantes serán atados por el interés común de una sola grande familia de hermanos. 

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